Delmira Agustini escribía en trance. Había cantado a las fiebres del amor sin pacatos disimulos, y había sido condenada por quienes castigan en las mujeres lo que en los hombres aplauden, porque la castidad es un deber femenino y el deseo, como la razón, un privilegio masculino. En el Uruguay marchan las leyes por delante de la gente, que todavía separa el alma del cuerpo como si fueran la Bella y la Bestia. De modo que ante el cadáver de Delmira se derraman lágrimas y frases a propósito de tan sensible pérdida de las letras nacionales, pero en el fondo los dolientes suspiran con alivio: la muerta, muerta está, y más vale así.
Pero, ¿muerta está? ¿No serán sombra de su voz y ecos de su cuerpo todos los amantes que en las noches del mundo ardan? ¿No le harán un lugarcito en las noches del mundo para que cante su boca desatada y dancen sus pies resplandecientes?
Eduardo Galeano
Delmira Agustini nació en Montevideo en 1886, en una familia burguesa, de madre argentina y padre uruguayo. Niña solitaria, fue educada en el propio hogar. Sólo de adolescente salió a estudiar pintura, piano, francés.
Tenía 16 años cuando aparecieron publicados poemas y relatos suyos en conocidas revistas de entonces: Rojo y Blanco y La Pètite Révue.
Una poeta precoz, decían los intelectuales de Montevideo.
A los 18, escribe columnas en La Alborada, biografías de mujeres, comentarios.
Delmira se convierte ella misma en un personaje de la vida cultural, empieza a frecuentar escritores, periodistas, actores. Siempre acompañada por su madre, vigilada por sus ojos.
La figura de Delmira Agustini sorprende en su dualidad. Delmira es la hija obediente, guarecida en el hogar y la poeta apasionada, la mujer ardiente, capaz de trazar versos cargados de erotismo.
Es la “Nena” para su padre, y la que recibe la visita de nada menos que Rubén Darío, el gran poeta de América, el creador del Modernismo, que llega a Montevideo en 1912.
“De todas las mujeres que hoy escriben en verso – dirá Darío – ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini...es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en el orgullo de su inocencia y de su amor, a no ser Santa Teresa en su exaltación...si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de habla española...pues por ser muy mujer dice cosas exquisitas que nunca se han dicho”
Y sin embargo, a pesar de estas palabras, Darío entiende la poesía de Delmira, pero elude su interioridad, las fogosidades de su carácter, el “torbellino de mi locura” como le dice ella en una carta. Tranquilidad y confianza en el destino, es todo lo que puede recomendarle el poeta.
Pero Delmira no estaba hecha para la tranquilidad, para la mesura. Insomne, escribe de noche, como en trance, poemas en los que el amor se vuelve casi sobrehumano, en los que el deseo soñado adquiere una fuerza real, carnal.
Escribe Delmira sus poemas de fuego y el padre, con una letra pequeña y caligráfica, es el encargado de pasarlos en limpio, de ordenarlos.
También aquí los opuestos en la historia de Delmira: esos padres sobre protectores, burgueses, que la llaman “la Nena”, son los mismos que alientan la publicación de sus versos encendidos.
La obra de Delmira se construye en unos pocos años: El libro blanco, en 1907; Cantos de la mañana, en 1910 y Los cálices vacíos, en 1913. Aparecerá póstumo: El rosario de Eros, que ella ya tenía preparado para publicar antes de morir, con el título Los astros del abismo.
¿Pero a qué amor le escribe Delmira? ¿A qué hombre?
Poco valen los hombres reales frente a todos los que ella se fabrica en la intimidad de su cuarto; a ese amante fantasma con el que puede hablar de tú a tú le envía su carga erótica inflamada: “Para mi vida hambrienta/ ¡eres la presa única!” . Y también: “Te inclinabas a mí como si fuera/ Mi cuerpo la inicial de tu destino”. Eros es para ella un “Padre Ciego” al que le grita: “¡Así tendida, soy un surco ardiente!”
[1]
Delmira se casa con Enrique Job Reyes, joven comerciante, en 1913. A los cincuenta y tres días de casada, vuelve a la casa de sus padres.
Algunos aducen como motivo su enamoramiento del escritor argentino Manuel Ugarte, con el que hacía tiempo se escribía y al que solía ver en Montevideo.
Las cartas de Delmira dejan entrever la pasión: “Ud. sin saberlo sacudió mi vida”. A los arrebatos de ella, él respondía gentil, pero retrocedia, se disculpaba, la soslayaba.
Esta es la historia que se repite en su vida: su apasionamiento, sus impulsos, reciben siempre un “tranquila, tranquila” como le supo decir Ruben Darío; los hombres que ama parecen temerle, prefieren mantenerla a distancia. Es una mujer excepcional, fuera de la regla de la época, y no se le perdona.
Delmira se sigue viendo con Reyes, el ex –esposo. Se encuentran periódicamente como amantes.
La tarde del 6 de julio de 1914, él la cita en una habitación alquilada, le ruega un último encuentro, dice que debe irse a Buenos Aires. En esa cita, en esa tarde de invierno, Reyes la asesina con dos balazos y luego se suicida.
Delmira ya había escrito ese momento fatídico en “Lo inefable”: “Yo muero extrañamente...No me mata la Vida,/ No me mata la Muerte, no me mata el Amor;/Muero de un pensamiento mudo como una herida”. Versos enmarañados que su padre, siempre con letra delicada, se había encargado de pasar en limpio.
Ese mismo hombre, abatido por la noticia que acaba de recibir en el teléfono, tarda un siglo en comprender que ha sucedido una desgracia; con trabajo logra llegar hasta la casa donde su hija continua en el suelo como una fragancia derramada. Apenas la ve, escribe en una libreta, con su caligrafía prolija, estas pocas palabras: “Día fatal de la Nena”.
[2]
Lo inefable
Yo muero extrañamente... No me mata la Vida,
no me mata la Muerte, no me mata el Amor;
muero de un pensamiento mudo como una herida.
¿No habéis sentido nunca el extraño dolor
de un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida
devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?
¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida
que os abrasaba enteros y no daba fulgor...?
¡Cumbre de los Martirios...! ¡Llevar eternamente,
desgarradora y árida, la trágica simiente
clavada en las entrañas como un diente feroz...!
Pero arrancarla un día en una flor que abriera
milagrosa, inviolable... ¡Ah, más grande no fuera
tener entre las manos la cabeza de Dios!
[1] De: Jorge Boccanera: La pasión de los poetas, Edit. Alfaguara, Bs.As. 2003. Pág. 45
[2] Idem: Pág. 51
Laura Forchetti
Audio poema a Delmira Agustini de Laura Forchetti